
Gobernar desde el sexto piso
Claudia Sheinbaum y Xóchitl Gálvez no sólo estarán compitiendo por ser la primera mujer en llegar a la Presidencia, sino por ser apenas la octava persona sexagenaria en asumir el cargo –en dos siglos de vida republicana– y la primera en suceder a alguien del mismo grupo de edad.
Hasta ahora los únicos presidentes que tenían más de 60 años en el momento de tomar posesión han sido Valentín Gómez Farías (65), Juan N. Álvarez (65), Mariano Salas (61), José Ignacio Pavón (69), Victoriano Huerta (69), Adolfo Ruiz Cortines (62) y Andrés Manuel López Obrador (65).
De lograr lo mismo, Sheinbaum tendrá 62 años, cinco meses y siete días; y Gálvez, 61 años nueve meses y nueve días.
Adolfo López Mateos, sucesor de Ruiz Cortines, tenía 49 años cuando se ciñó la banda presidencial; Gustavo Díaz Ordaz, 53; Luis Echeverría, 48; José López Portillo, 56; Miguel de la Madrid, 47; Carlos Salinas de Gortari, 40; Ernesto Zedillo, 42; Vicente Fox, 58; Felipe Calderón, 44; Enrique Peña Nieto, 52.
La edad no es necesariamente una condicionante del desempeño, pero dice mucho que las dos principales candidatas para suceder a López Obrador tengan más de 60 años en un país cuya edad promedio es de 29 y cuya esperanza de vida es de 74.
Uno tiene que preguntarse por qué no hay una mayor participación de los jóvenes en la política y qué tienen que ofrecer los políticos de 60 y más a ciudadanos que tienen la tercera parte de su edad. Claro, comparadas con sus pares estadunidenses –los virtuales candidatos de los partidos Demócrata y Republicano–, Sheinbaum y Gálvez son unas jovencitas. Pero eso no quita la duda: ¿por qué no hay una mayor cantidad de jóvenes involucrados en la alta política?
Se podrá decir que ahí está Samuel García, gobernador de Nuevo León –quien pudiera ser el aspirante de Movimiento Ciudadano a la Presidencia en 2024–, pero él es, en todo caso, una excepción de la participación política de los jóvenes, y aún falta por ver si consigue la postulación.
El pasado fin de semana, el periodista argentino Martín Caparrós escribió en la revista El País Semanal que “nuestros representantes se convirtieron en una raza –una ‘casta’– odiosa y odiada” y que “la política se ha convertido en un coche-escoba de mediocres”, pues “casi ningún joven despierto piensa, cuando piensa en su vida, que quiere ser político, porque serlo es ser uno de esos seres oscuros que nos manipulan desde salones y sillones”.
La actual participación política de la mayoría, agrega Caparrós, “consiste en votar por alguien sin grandes averiguaciones y después sentirse decepcionado porque ese señor hizo lo que cualquiera podía saber que haría y entonces dedicarse a odiarlo como si fuera el clásico marciano recién bajado de su dron descapotable”.
La política, abunda, se ha vuelto “un ejercicio que queda para los más perversos o los que no se ven capaces de medrar con otra cosa: premio consuelo para los desconsolados”.
No sé si todo lo que afirma Caparrós sea del todo aplicable a nuestro país, aunque mucho tiene de cierto. Yo soy parte de una generación que en la juventud todavía creía en los cambios que podían lograrse desde la política y a partir de tener ideas sobre cómo podría ser mejor el mundo.
Hace 40 años, los partidos políticos tenían un sector juvenil que daba de qué hablar. Algunos de los dirigentes a los que me tocó conocer entonces llegaron a ocupar importantes cargos a partir de esa experiencia. Uno de ellos, incluso, fue Presidente de la República. Hoy en día no sé quiénes son esos dirigentes juveniles. Es más, no sé si siquiera existen esas juventudes partidistas, aunque, en todo caso, no importan ni interesan. Más aún, no sé qué motivaría a alguien, ya no digamos un joven, a afiliarse a un partido político.
Tal vez sí sea como dice Caparrós: que la política no sólo no emociona a los jóvenes, sino que ellos la desprecian. Que saben que, llegue quien llegue al poder, terminará decepcionándolos. Peor aún: que no esperan otra cosa.