Fue doloroso ver el debate presidencial de anoche entre Joe Biden y Donald Trump.
Desde que salió al escenario en Atlanta, el presidente Biden se veía físicamente destruido. Conforme avanzó el cotejo, las cosas no mejoraron para él. El mandatario no sólo tartamudeaba –un problema con el que lidia desde su juventud–, sino que se quedaba callado o sonaba incoherente. Varias veces se asomó al vacío.
Si ésta hubiera sido una pelea de box, desde la esquina de Biden habrían tenido que tirar la toalla.
No tiene mucho sentido reseñar lo que allí se dijo. El estado físico de Biden tomó preeminencia sobre cualquier argumento que uno y otro expresó sobre la economía, la migración, el aborto, o qué hacer con la invasión rusa de Ucrania.
Incluso no importa la única mención específica que hubo sobre México durante los 90 minutos que duró el intercambio, en la que Trump dijo que cuando él era presidente las negociaciones con el vecino del sur eran productivas. La evidente incapacidad de Biden se volvió la nota de la noche.
“No sé lo que acaba de decir, creo que ni siquiera él lo sabe”, dijo Donald Trump en un momento del debate, luego de que su contrincante intentó hilar un argumento sobre seguridad fronteriza que simplemente no se entendió.
Varias veces, Biden bajó la cabeza, aparentemente sintiendo compasión por sí mismo, desconcertado por no poder encontrar las palabras para decir lo que quería decir.
No debemos olvidar que este debate no sólo importa en Estados Unidos, sino en todo el mundo. Ver al político más poderoso de la Tierra en un momento de tal debilidad debe tener un efecto muy pernicioso sobre la imagen que proyecta Washington en momentos en que el eje Moscú-Pekín-Teherán está en plena ofensiva diplomática.
Al final del encuentro, la Casa Blanca intentó atribuir el desempeño de Biden a un resfriado. Sin embargo, no pude encontrar el testimonio de un solo periodista que hubiera sabido eso de antemano.
Fue tan de pena ajena la actuación del presidente estadunidense que Donald Trump pareció calmado y sensato. La autodestrucción de su rival refrenó sus conocidos impulsos para humillar y ofender.
“Yo no quisiera estar aquí”, dijo el multimillonario. “Yo hubiera querido que fueras un buen presidente, porque así yo podría estar en un lugar más tranquilo, disfrutando de la vida, y no me estarías persiguiendo penalmente”.
La pregunta que surgió a lo largo del debate y estalló al final es qué va a hacer el Partido Demócrata con Joe Biden. Si bien es cierto que aún no es candidato, porque no lo será sino hasta que sea ungido por la convención partidista en agosto, los demócratas no tienen un buen prospecto para reemplazarlo.
Formalmente, Biden ganó las primarias del partido y cuenta con los delegados para ser postulado. Cualquier cambio tendría que ser precedido por su renuncia. Eso es algo que no se ha visto. Claro, nunca había habido un candidato presidencial de edad tan avanzada como él (cumplió 81 años el pasado 20 de noviembre).
Pero incluso si alguien pudiera convencerlo de abandonar la carrera y los demócratas se pusieran de acuerdo en un sustituto, quizá ya sea demasiado tarde para evitar el triunfo de Trump en las elecciones de noviembre.
El debate de anoche fue histórico. Quizá lo sea más que el cotejo original, de 1960, entre John F. Kennedy y Richard Nixon, en el que éste, se dice, pudo haber perdido la carrera por lo nervioso que apareció en la pantalla.
En los siguientes días, los demócratas lanzarán la “operación reemplacen a Biden” –como cabeceó Drudge Report, el abuelo de los medios electrónicos, que destapó el escándalo Clinton–Lewinsky en enero de 1998–, pero el daño causado por el debate de anoche parece casi imposible de remontar.